A pesar de nosotros: entre Su Gracia y las motivaciones equivocadas
No hay una vocación más noble que servir en la iglesia de Cristo. Pero, consido que tampoco hay una más peligrosa. Quien entra en el ministerio creyendo que su corazón está exento de egoísmo, orgullo o deseos de reconocimiento, no se conoce a sí mismo. A lo largo de la historia, Dios ha llamado a líderes con corazones divididos: desde Moisés, que luchaba con su inseguridad y temperamento, hasta Pedro, que en un mismo capítulo del evangelio puede ser una roca y un tropiezo. La realidad es que nuestras mejores intenciones siempre están teñidas por nuestra naturaleza caída. Y, sin embargo, Dios elige seguir edificando su Iglesia a través de hombres y mujeres frágiles.
En Filipenses 1:15-18, el apóstol Pablo lo expresa con claridad ecuando reconoce que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad, mientras que otros lo hacen por sinceridad. Lo sorprendente de esto es la conclusión de Pablo: en ambos casos, Cristo es anunciado y eso le llena de gozo. Esto nos obliga a enfrentar una verdad incómoda: la obra de Dios no depende de la perfección de sus mensajeros. Esto no es una justificación para la hipocresía ni un llamado al cinismo, sino una invitación a maravillarnos ante la sobreabundante gracia de Dios.
Aquí hay una paradoja que debemos sostener con humildad: la Iglesia es el proyecto de misión de Dios, y al mismo tiempo, es un espacio donde la fragilidad humana se hace evidente. La historia de la Iglesia está llena de grandes líderes que lucharon con su ego, con su deseo de reconocimiento y con la tentación de construir su propia torre de Babel en lugar de servir al reino de Dios. Pero, esto no debe llevarnos ni a la amargura ni al escepticismo. Más bien, nos recuerda que el evangelio no avanza porque los líderes sean impecables, sino porque Cristo es el Señor de Su Iglesia y sigue obrando incluso en medio de nuestras imperfecciones, o como me gusta decir "a pesar de nosotros..."
Hoy vivimos en una cultura eclesiástica donde el éxito ministerial se mide fácilmente en números, visibilidad e influencia. En una época donde la autoimagen y la proyección personal son tan importantes, las redes sociales han convertido el liderazgo cristiano en una plataforma, un escenario donde muchos compiten por relevancia. La tentación de construir ministerios basados en el carisma personal en lugar del carácter cristiano es más fuerte que nunca. Por esta razón, constantemente debemos recordar algo esencial: la Iglesia no es un proyecto de marca personal, sino el pueblo por medio del cual Dios quiere sanar y restaurar el mundo.
Cuando el ministerio se convierte en una búsqueda de identidad y significado personal, inevitablemente se desvirtúa. Si nuestra motivación más profunda es la aprobación de los demás, el reconocimiento o el impacto medible, tarde o temprano nos encontraremos desgastados, frustrados y esclavizados por la necesidad de demostrar nuestro valor. El ministerio no es un trampolín para la relevancia, sino un altar donde aprendemos a rendir nuestra voluntad para participar en la obra de Dios con un corazón cada vez más purificado.
Sin embargo, esto no significa que debamos ser indiferentes a la hipocresía ni a las deformaciones del liderazgo eclesial. El llamado de Jesús siempre ha sido el de una renovación desde dentro: “El que quiera ser el primero, que sea el siervo de todos” (Marcos 10:44). La verdadera autoridad espiritual no se mide por la cantidad de seguidores o por la elocuencia de los discursos, sino por la disposición a cargar la cruz de Cristo y servir a su pueblo con humildad. La iglesia es el cuerpo de Cristo, no el reflejo de nuestras ambiciones.
Por eso, la esperanza del evangelio no radica en que encontraremos líderes perfectos o motivaciones impecables dentro de la iglesia, sino en que Cristo amó a su Iglesia hasta la cruz y sigue purificándola. Nuestra tarea, entonces, es dejarnos moldear por la gracia, rendir nuestros deseos de grandeza en el altar del servicio y recordar que la misión es de Dios, no nuestra. Cristo es quien edifica su Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.
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