Cuando la terapia se convierte en evasión: El espejismo del amor propio sin redención
Vivimos en una época en la que la narrativa del amor propio domina el discurso cultural. Nos dicen que el problema nunca somos nosotros, que la culpa es un peso injusto y que la vergüenza es un enemigo a vencer a toda costa. Se nos anima a huir de cualquier relación o situación que desafíe nuestra comodidad emocional, bajo la premisa de que la paz interior es el bien supremo. Este enfoque, aunque seductor, se apoya en una premisa defectuosa: que la raíz de nuestros problemas siempre está fuera de nosotros y que la solución es liberarnos de cualquier atadura externa que nos haga sentir incómodos.
Pero, ¿qué sucede cuando esta mentalidad, que se viste de terapia y sanidad, no nos sana realmente? ¿Qué ocurre cuando, en nombre del amor propio, dejamos de confrontar nuestra propia corrupción y nos aferramos a una versión edulcorada de nosotros mismos? La respuesta es evidente en la creciente insatisfacción y en la fragilidad emocional de nuestra generación: cada vez más conscientes de nuestras heridas, pero incapaces de sanarlas; cada vez más empoderados en nuestras decisiones, pero más solitarios y rotos por dentro.
El antiguo arte de la evasión
No es nuevo este impulso de querer deshacernos de la culpa trasladándola a otros. Desde el huerto del Edén, cuando Adán culpó a Eva y Eva a la serpiente (Génesis 3:12-13), la humanidad ha encontrado alivio temporal en la victimización. Es más fácil vernos como víctimas que como culpables, porque la culpa exige algo de nosotros: arrepentimiento (Hechos 3:19). Pero la cultura moderna, saturada de una psicología humanista, nos ofrece un atajo: en lugar de la confesión y el cambio, nos da la autojustificación y la fuga. En lugar de mirarnos al espejo y reconocer nuestra necesidad de gracia, se nos da una excusa para cortar lazos, huir y reinventarnos.
Una esclavitud disfrazada de libertad
El problema con este modelo de terapia es que promete liberarnos de la vergüenza, pero nos deja esclavizados a nosotros mismos. Nos dice que debemos deshacernos de toda influencia que nos haga sentir insuficientes, pero no nos da los medios para lidiar con esa insuficiencia. Nos enseña a construir muros en lugar de puentes, a ver la corrección como un ataque y la confrontación como toxicidad (Proverbios 12:1). Pero, al final del día, seguimos siendo esclavos: no de la culpa, sino de nuestro propio orgullo (Juan 8:34).
Jesús nos ofrece una alternativa radicalmente diferente. Él no nos llama a ignorar el dolor, sino a enfrentarlo a la luz de la verdad. No nos dice que la culpa es un enemigo a erradicar, sino una señal de nuestra necesidad de redención (Romanos 3:23-24). En Cristo, la culpa no es una carga insoportable, porque Él mismo la llevó en la cruz (Isaías 53:5). Y la vergüenza no es un estigma eterno, porque en Él somos restaurados y vestidos de nueva dignidad (2 Corintios 5:17).
La verdadera sanidad
El evangelio no nos exime de la responsabilidad de nuestros pecados, pero nos da la única solución real: el arrepentimiento y la gracia (1 Juan 1:9). Mientras que la mentalidad moderna nos invita a redibujar nuestras historias para hacernos héroes incomprendidos, el evangelio nos llama a reconocer nuestra condición de pecadores y a abrazar la libertad de ser perdonados (Efesios 2:8-9). Solo entonces encontramos verdadera paz: no una paz basada en la evasión, sino en la reconciliación (Colosenses 1:20).
La sanidad que Cristo ofrece no es una terapia de autoafirmación, sino un camino de transformación (Romanos 12:2). No nos deja en la comodidad de nuestra victimización, sino que nos levanta con un propósito renovado. En Él encontramos lo que ninguna terapia humanista puede ofrecer: una identidad que no necesita esconderse detrás de muros de defensa, sino que descansa en la seguridad de un amor inquebrantable (Romanos 8:38-39).
Que el Señor nos conceda la humildad de aceptar nuestra necesidad, la valentía de reconocer nuestra culpa y la gracia de encontrar en Él la verdadera restauración.
Al final, muchos de estos terapeutas no son más que vendedores de espejos defectuosos y rotos. Prometen reflejar una imagen fuerte y digna de nosotros mismos, pero lo único que logran es distorsionar la realidad y mantenernos atrapados en un engaño. Solo Cristo puede darnos un espejo verdadero: Su Palabra, que nos confronta con nuestra condición real, pero también nos muestra la belleza de la gracia que nos transforma y nos hace nuevos (Santiago 1:23-25).
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