¿Celebrar el templo... o reconocer al Hijo? Una advertencia para una religión dormida

Era invierno. Jerusalén, fría y ocupada, se vestía de fiesta. El pueblo conmemoraba la Fiesta de la Dedicación: aquel momento heroico cuando los Macabeos purificaron el templo profanado por los griegos y lo consagraron nuevamente a Dios. Una celebración de identidad, de historia, de fuego encendido. El templo estaba en el centro de la memoria nacional y de la práctica religiosa. Todo parecía estar en su lugar.

Y sin embargo, en medio de esa celebración... el verdadero Templo caminaba entre ellos, y nadie lo reconocía.

La escena que Juan describe en el capítulo 10 es profundamente reveladora. Los líderes religiosos rodean a Jesús y le lanzan una pregunta cargada de escepticismo y presión:

“¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente” (Jn. 10:24).

A primera vista parece una búsqueda sincera. Pero no lo es. No era ignorancia, era ceguera. Era religión sin revelación. Templo sin presencia. Fiesta sin Verbo. Estaban tan ocupados con el edificio, que ignoraban al Hijo. Tan concentrados en la sombra, que no vieron la luz.

Jesús no esquiva la confrontación. Su respuesta es tan clara como devastadora:

“Os lo he dicho, y no creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí.” (v.25)

La verdad ya había sido dicha. Las obras ya habían sido hechas. Pero ellos no eran sus ovejas. No lo reconocían porque no pertenecían a Él.

Y aquí, tristemente, la historia de Jerusalén se cruza con la nuestra.

Hoy, también celebramos nuestros templos. Aplaudimos aniversarios, remodelaciones, inauguraciones. Decoramos los altares. Encendemos luces. Publicamos fotos de nuestras “dedicaciones”. Hablamos de expansión, de visión, de crecimiento. Pero muchas veces, el Pastor sigue hablando... y nosotros no oímos su voz.

¿Por qué?

Porque hemos querido un Cristo que se ajuste a nuestros esquemas. Uno que bendiga nuestros planes, que respalde nuestros movimientos, que legitime nuestras estructuras. Uno que se acomode a nuestra agenda religiosa o política. Pero no al Cristo que confronta, desmantela y redime.

Como en aquel pórtico de Salomón, seguimos demandando señales. Le decimos:
“Hazlo más claro.”
“Confírmanos con milagros.”
“Respáldanos.”
Y Él sigue respondiendo lo mismo: ya lo he dicho. Ya lo he mostrado. Pero ustedes no creen.

Cristo no vino a cumplir la agenda nacionalista de los fariseos. Tampoco vino a respaldar la espiritualidad complaciente de las masas. Vino a dar vida eterna a sus ovejas (v.28), a rescatarlas de la condenación, a revelar que Él y el Padre son uno (v.30). Y eso, en aquel tiempo, fue motivo suficiente para que quisieran apedrearlo.

Hoy, aunque no tomemos piedras, también lo rechazamos cuando lo reducimos a una figura funcional, domesticada, moldeada por nuestros deseos. Lo usamos como un sello espiritual para justificar nuestros templos vacíos, nuestra religiosidad sin fuego, nuestros ritos sin rendición.

Pero Jesús no fue elegido por popularidad. Fue enviado por el Padre.
No vino a satisfacer caprichos, sino a rescatar del pecado.
No se acomoda al culto del templo, sino que lo reemplaza con su propia persona.

En medio de este paisaje sombrío, hay una luz que no se apaga:

“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen.” (v.27)

Estas palabras son duras, sí, pero también gloriosas. Jesús no está perdido, ni ha dejado de hablar. La gracia sigue activa. Su llamado sigue sonando. A los que el Padre le ha dado, Él los conoce. Y a esos, no los suelta. Él los guarda, Él los sostiene. Él les da vida eterna.

“Y nadie los arrebatará de mi mano.” (v.28)

Esto no es doctrina fría, es consuelo eterno.

Y sin embargo, no podemos cerrar los ojos al diagnóstico: muchos celebran la fe... sin conocer al Autor de la fe. Muchos han transformado el templo en un ídolo, las fiestas en tradiciones huecas, y la voz del Buen Pastor en ruido de fondo.

No necesitamos más luces, ni más agendas eclesiales.
Necesitamos volver a Cristo.
A oír su voz.
A rendirnos sin condiciones.
A dejar de pedir que Él encaje en nuestras ideas... y dejarnos quebrantar por quien realmente es: el Hijo de Dios, uno con el Padre, el único que puede darnos vida.

Quizá lo hemos tenido delante todo este tiempo. Lo hemos citado, cantado, decorado, representado… pero como los judíos en el pórtico, no lo hemos querido ver.

Que no nos pase lo mismo.

Que no celebremos el templo mientras ignoramos al Hijo.
Porque la única dedicación que importa… es la de nuestro corazón a Él.

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