Dios no desperdicia nada: la historia de Saulo antes de Pablo

Cuando consideramos la vida de Pablo, no podemos pasar por alto un detalle que a simple vista podría parecer incidental, pero que revela un diseño providencial profundo: su formación farisaica. En Hechos 22:3, Pablo afirma haber sido "instruido a los pies de Gamaliel", una figura prominente de la escuela farisea de Hillel, conocida por su interpretación más moderada y legalmente flexible de la Torá en contraste con la escuela de Shammai, de carácter más estricto y nacionalista. No obstante, como bien argumenta N. T. Wright en El verdadero pensamiento de Pablo, la praxis religiosa y política de Saulo se alinea más con los ideales rigoristas de los shammaítas: una visión intensamente celosa por la pureza de Israel, el cumplimiento de la ley y la esperanza escatológica de la intervención divina.

Este dato no es menor. La providencia de Dios se revela precisamente en ese entrecruce de influencias. Criado en Tarso, educado en Jerusalén bajo una de las autoridades más respetadas del judaísmo del siglo I, Saulo no fue un legalista superficial. Su celo farisaico no era meramente ético, sino profundamente teológico y escatológico: creía estar participando activamente en la preparación del pueblo para la redención final de Dios. En palabras de Wright: su persecución a los cristianos no fue un acto de crueldad sin sentido, sino una expresión coherente de sus convicciones mesiánicas aún sin redención. En ese contexto, el evangelio de Jesús no solo era escandaloso: era peligroso.

Sin embargo, es precisamente esa complejidad teológica y esa formación rabínica rigurosa la que se convirtió, tras su encuentro con Jesús en el camino a Damasco (Hechos 9), en una herramienta formidable para la proclamación del evangelio. Lo que antes usó para resistir a Jesús, ahora sería usado para predicarle. La conversión de Saulo no anuló su formación, la redimió. La Ley que antes defendía con violencia, ahora la leía a la luz del Mesías crucificado. La escatología nacionalista que soñaba con un Israel purificado, se transformó en una visión cósmica de reconciliación en Cristo, abierta a judíos y gentiles por igual (Efesios 2:11–22).

Aquí se manifiesta la profundidad de la providencia divina: Dios no canceló el pasado de Pablo, sino que lo integró soberanamente a su plan redentor. Lo formó con una mente capaz de razonar como rabino, argumentar como griego, y vivir como ciudadano romano. Saulo el fariseo, forjado entre la severidad de Shammai y la sabiduría de Hillel, se convirtió en el apóstol Pablo, siervo de Cristo Jesús, elegido para anunciar el evangelio que transforma no solo nuestras creencias, sino también nuestra historia.

La pedagogía de Dios no descarta nuestra historia previa: la redime. En Pablo, como en tantos de nosotros, la gracia no aparece al margen de nuestros procesos de formación, sino muchas veces a través de ellos. Cada paso, incluso el que parecía alejarlo de Cristo, fue guiado por la mano invisible de Aquel que lo "separó desde el vientre de su madre y lo llamó por su gracia" (Gálatas 1:15).

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