No se trata de adaptarnos, sino de transformarnos

La reconciliación verdadera solo nace de la cruz

Vivimos en un mundo donde la distancia parece más segura que la convivencia, donde es más fácil levantar muros que construir puentes. En las relaciones personales, en las comunidades e incluso dentro de la iglesia, hemos aprendido a sobrevivir manteniéndonos al margen de los demás, especialmente si son distintos. Preferimos aislarnos que “meternos en problemas con otros”. Pero esta forma de vivir, aunque común, no es cristiana.

El Evangelio no nos llama a adaptarnos a los demás, a “tolerar” como si la convivencia fuera una concesión forzada. El Evangelio nos llama a transformarnos radicalmente, a morir a nosotros mismos para ser hechos nueva criatura en Cristo. Y en esa nueva identidad, ya no hay lugar para los muros que antes levantábamos.

El muro que Cristo derribó

En Efesios 2:11–22, Pablo presenta con fuerza y belleza esta transformación. Los gentiles —es decir, los “otros”, los que estaban fuera de los pactos, de la fe judía, de la ciudadanía espiritual— vivían alejados de Dios y de su pueblo. Pero Pablo dice algo revolucionario: “Ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (v.13).

Cristo, dice Pablo, es nuestra paz, no simplemente porque trae calma, sino porque Él mismo es la encarnación de la reconciliación. Y esa paz no se logra negociando entre diferencias. Se logra derribando lo que nos separaba. Efesios 2:14 lo dice sin rodeos:

“De ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación”.

Pablo utiliza aquí una imagen poderosa. En el templo de Jerusalén había un muro que separaba a los gentiles de los judíos. Cruzarlo era arriesgar la vida. Ese muro, real y simbólico, representaba siglos de enemistad, diferencias religiosas, étnicas y culturales.
Y Cristo no nos enseñó a vivir con ese muro. Él lo derribó.

La reconciliación es una muerte

El lenguaje de Pablo no habla de convivencia o tolerancia. Habla de una nueva creación. Cristo no fundó una religión donde cada quien mantiene su identidad intacta. Él creó en sí mismo, de los dos, un solo y nuevo hombre (v.15). No se trata de sumar culturas o encontrar un punto medio. Se trata de que ambas partes mueran en la cruz, y de esa muerte surja algo completamente nuevo.

“Y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades” (v.16).

La reconciliación cristiana exige la muerte del viejo yo, de los prejuicios, del orgullo, de la identidad que se aferraba a su derecho de excluir o sospechar del otro. Solo la cruz puede matar la enemistad, porque solo en la cruz morimos nosotros para que Cristo viva en nosotros.

Una nueva humanidad

Esta es la visión gloriosa del Evangelio: una nueva humanidad, un templo donde Dios habita, construido por personas que antes estaban enemistadas, pero que ahora son familia (v.19). Una familia no perfecta, pero unida por la sangre del mismo Redentor. No hay otro camino: la paz no se negocia; se crucifica.

Por eso, vivir el Evangelio no es simplemente creer en Jesús. Es ser incorporado en su cuerpo, la Iglesia, y aprender a vivir con aquellos que no elegimos, que no se parecen a nosotros, y que a veces nos hieren. No es fácil, pero es el único camino de la cruz.

Algunos principios para la vida real

1. No podemos reconstruir lo que Cristo ya derribó

Cuando decidimos ignorar a un hermano, evitar a quien nos resulta incómodo, o simplemente preferimos no involucrarnos, estamos reconstruyendo una pared que Cristo ya destruyó. Las enemistades que toleramos en nombre de la prudencia o de la comodidad, son una traición silenciosa a la cruz.

La cruz no permite excusas. Si Él murió para reconciliarnos, ¿qué justificación podemos tener para seguir distanciándonos?

2. La comunidad redimida no es un club de afinidades, sino un milagro viviente

No hay nada “natural” en la Iglesia. Es un acto sobrenatural de Dios, donde gente que nunca habría compartido vida, lo hace por gracia. Cristo no nos llama a adaptarnos a la comunidad; nos llama a ser transformados para formar parte de ella.

No es más espiritual quien se aísla “para no contaminarse”. La verdadera santidad se forja en el roce de la comunidad.

3. La cruz es el patrón de toda reconciliación

Cristo no evitó el conflicto, lo absorbió. La enemistad fue crucificada con Él. Por eso, el camino para restaurar relaciones no es el silencio ni la distancia, sino el sacrificio. Reconciliarse es morir a uno mismo. Y eso no se logra con palabras suaves, sino con decisiones valientes que imitan a Cristo.

¿Quieres paz con tus hermanos? Alguien tiene que cargar el peso primero. Y ese alguien eres tú, porque tú ya fuiste reconciliado.

¿Hasta cuándo vamos a vivir detrás de los muros?

Cristo ya destruyó el muro. ¿Hasta cuándo vamos a seguir escondidos tras los escombros?
La vida cristiana no se vive en solitario. No se puede vivir “en paz con Dios” y en guerra con los demás. No se puede proclamar un Evangelio de reconciliación y construir trincheras en la comunidad.

No se trata de adaptarnos. Se trata de transformarnos. De dejar morir nuestras viejas identidades, nuestras excusas, nuestras heridas no sanadas, para que una nueva humanidad nazca en nosotros, y con ella, un testimonio vivo al mundo: que Cristo es nuestra paz.

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