La noche que llovieron lágrimas
Elías siempre había pensado que su papá era como esas montañas que veía desde la ventana: grandes, firmes, incapaces de llorar.
Una tarde, mientras jugaban a las cartas, Elías le dijo con voz de descubrimiento:
—Papá… creo que nunca te he visto llorar.
Su papá sonrió. No dijo que sí, no dijo que no. Solo siguió jugando, como quien guarda un secreto detrás de los ojos.
Esa noche pasó como cualquier otra. Pero al día siguiente, Elías tuvo que irse a un lugar donde nunca había dormido: la casa de su tío, lejos, por varios días. No entendía por qué, solo sabía que su papá lo abrazaba más de lo normal.
Era tarde cuando lo subieron al auto. Al mirar por la ventana, vio a su papá, inmóvil, como un árbol en medio de la calle vacía. Y entonces ocurrió: algo le brilló en la cara. No era el reflejo de un farol, no era lluvia —el cielo estaba claro—. Eran lágrimas.
Elías sintió un nudo extraño en el pecho. “Papá llora”, pensó. Y en ese instante, algo imposible sucedió: las lágrimas que caían de su padre no tocaban el suelo. Se detenían en el aire, como si el viento las sostuviera, y luego se transformaban en pequeñas aves de luz que volaban hacia el cielo.
Nadie más pareció notarlo. Ni su tío, ni la calle. Solo él.
Dentro del auto, Elías cerró los ojos, y escuchó una voz muy suave, que parecía venir de una de esas aves:
—No tengas miedo de sus lágrimas… ellas saben el camino a casa.
Elías entendió, sin entender del todo, que las lágrimas de su papá no eran señal de que la montaña se había roto. Eran más bien como la lluvia que baja por las laderas para que el valle vuelva a tener vida. Su papá lloraba porque amaba. Y amar, a veces, duele.
Mientras el auto se alejaba, Elías recordó algo que su papá le leía de vez en cuando de un libro viejo: “Él enjugará toda lágrima de sus ojos”.
Esa noche, en la cama prestada de la casa de su tío, Elías no supo cuándo volvería a casa. No sabía si el dolor de su papá pasaría pronto. Pero sí sabía una cosa: esas lágrimas brillantes algún día no serían necesarias… y hasta entonces, siempre habría alguien señalando el camino hacia el hogar.
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